La
salud de los enfermos, Julio Cortázar
(Todos los fuegos el fuego, 1966)
Cuando
inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de
pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de
acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A
Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los
alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por
ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se
le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían
todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que
le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era
necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma,
pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto;
la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era
grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante
capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al
doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico
vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que
entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había
tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se
quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el
Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no
le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue
preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de
la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la
hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y
quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba
moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había
preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella,
ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el
atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave,
y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si
no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido
mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco
de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya
hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los
hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro
estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación
de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que
Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les
había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta
María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había
admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María
Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la
familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El
club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más
ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los
otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida
en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló
de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza
apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían
jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda
la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y
de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La
Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos
estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una
empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y
Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del
ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que
comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de
sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de
vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien
todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos,
que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer
éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado
enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se
tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro.
Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien
brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y
aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y
distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que
María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por
la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío
Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el
abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife
(las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la
correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a
mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió
que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de
comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los
noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios
nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la
tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de
arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con
afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas
con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para
intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y
hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan
lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto
loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en
las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró
Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del
dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar
hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María
Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día
llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su
silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado
Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los
refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los
ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia...
Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla
al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada
que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las
manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas –
decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero
dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le
dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse
vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y
le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había
sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la
visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era
malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un
lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a
buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores
para el jarrón de la cómoda
Nada era fácil, porque en esa época la
presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría
alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos
ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las
precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir
las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se
hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después
se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y
Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el
fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque
había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había
que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía
Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía
naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él
volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y
por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el
dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta
en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le
preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María
Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con
ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro
en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía
–Tenés
razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la
merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se
te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se
acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y
tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la
carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase
fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen
respeto –dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien que en mi tiempo no
se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a
mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el
genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del
viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate
cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una
manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose
los anteojos y mirando las molduras del cielo raso–. Ya van cinco o seis cartas
de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es
raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece
tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto
entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre,
y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo
hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te
lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de
una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque
estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá
insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a
Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba
más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir
–comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima que se malquiste con la
empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no
hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a
Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también
en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un
cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba
que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá
no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como
si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa,
y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos
cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó–, yo creo que esto
se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará
cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que
Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La
pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te
digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la
respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas
entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó
María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no
fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que
mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla.
Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces
sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta
para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio
que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una
primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó
prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío
Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un
mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender
un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío
Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no
estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece
que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder
viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar?
–preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece.
En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que
pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera
contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en
seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor
Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días
después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le
escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como
siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se
cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué
escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche
le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de
mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar
esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la
tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural
del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no
afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un yeso que
hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a
caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo
se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta,
tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en
cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete
Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las
siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la
carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a
Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó
atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijo
que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre
cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte
de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar,
que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa
misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó
mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés
imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo
María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no
vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció
demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento
de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A
Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto
tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa
empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que
estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando
llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses
de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus
servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato
por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra
fábrica. A tío Rque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un
muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más
inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque,
preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura–. La
verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su
padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre
Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato
que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe
andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no
te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al
cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de
lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor
tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas.
Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la
oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera
pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió
con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le
leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora
que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía
estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia
entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la
noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos
y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá
no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas
recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que
contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque
empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras las
había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la
perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a
inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con
algún comentario sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los
demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir
aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de
Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el
muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres
arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez
porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una
noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil
era tan grave como decían los diarios
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas
no andan muy bien –dijo el médico–. Esperemos que el buen sentido de los
estadistas. . .
Mamá lo miraba como sorprendida de que
le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación.
Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró
satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa
pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran
a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias
del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía
Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron
toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como
anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas
les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el
aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la
conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera
aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a
Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto,
ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en
querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso
para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se
acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le
dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va
a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que
Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar,
hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían
al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no
volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de
tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para
acompañarla)
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia
–dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se
decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada,
dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará
quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá
cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le
dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil,
de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en
Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–.
Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés
tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y
Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con
algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír
para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de
telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no
pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el
amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de
la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la
funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para
que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado
bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase
mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de
la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la
cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría
que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido
de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada,
mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y
decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a
repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te
cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le
leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de
Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que
aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil
se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas
de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya
vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle
la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía
Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos
tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa,
mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda.
Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una
trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo
Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con
naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre
que convendría hablar con María Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que
viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de que
Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que
mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus
cartas?
–No se trata de la temperatura de mi
sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a
María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a
mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura
trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban
a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse
unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–.
En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me
dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los
comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos
párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional
de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un
espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres
arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo
y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más
aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y
se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y
más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así
no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa
y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a
menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía
puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le
llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana
preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio
donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le
desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias
del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero
llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de
ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado
que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta
de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la
cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no había
ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa
telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano
como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios
de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su
visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban
Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron
las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo
que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá
se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder
fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo
mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella
y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo
buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían
lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa
apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a
poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a
los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–.
Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir
algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se
perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó
la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de
mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla
sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban,
se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que
darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.
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