Cambios
en tu hijo adolescente
De Roberto
Fontanarrosa
Tu hijo adolescente está cambiando. Y
está cambiando a ojos vista. Lo miras cuando duerme y te asombras de que los
pies le asomen una cuarta por el extremo más lejano de la cama. Los brazos se
le enredan, como si no encontraran sitio, y la cabeza pende por la otra punta
de su lecho como la de un pollo muerto. ¡Y es la misma cama que parecía enorme
para él no hace tantos años, cuando con tu esposa decidieron cambiarlo de la
cunita con barrotes porque saltaba afuera de ella como si fuese un mono!
Tu hijo ya no tiene el rostro
redondeado y rubicundo de cuando era un niño, sino que la cara ha adquirido
rasgos angulosos y su color se torna, día a día, más verdoso. Incluso sus
movimientos no tienen ahora la armonía de cuando pequeño, cuando todo,
absolutamente todo lo que hacía era gracioso. Arrojaba un plato de sopa al piso
y era encantador. Aplastaba con su pequeño piecito las mejores flores del
jardín de tu casa y arrancaba risas. Retorcía con saña la piel sedosa del
paciente perro y movía a elogios.
Ahora está algo torpe, desmañado y le
cuesta habituarse a sus nuevas medidas antropométricas, las que ha adquirido
durante el desarrollo. Se golpea frecuentemente contra las puertas del
aparador, empuja sin querer con los codos los vasos de la mesa y se da la
frente con estruendo contra el dintel de la puerta del fondo. ?¿Qué está
ocurriendo con mi hijo??, te preguntas. ¿Qué fenómeno mutante le sucede, que se
levanta una mañana y ha crecido cinco centímetros, sale de dos días con fiebre
y se ha estirado ocho? Porque, incluso, seamos sinceros: huele mal. El
sabandija huele a rayos. ¿Adónde quedó ese aroma a talco boratado, a jabón
Lanoleche y a perfume suave que lo envolvía como una nube celestial cuando era
muy niño y daba placer estrujarlo? Ahora emana un tufillo confuso a almizcle y
a aguas servidas, a goma agria y a perro mojado. Cuando tú entras en su
habitación respiras el aire denso del encierro, un pesado vaho a zoológico, a
establo, a pesebre, a leonera, a mingitorio de baño público. Además, el
sabandija se niega a bañarse. No te lo dice directamente, no te enfrenta
mirándote a los ojos cuando se resiste a entrar a la bañera, no. Pero elude el
momento, se olvida, finge no tener tiempo, aduce que el estudio le quita
oportunidades de asearse. Tu esposa le ha comprado cientos de nuevas camisetas,
algunas de ellas con estampados jubilosos, alegres, juveniles. Tu hijo, sin
embargo, se empecina en usar siempre la misma camiseta negra, arrugada, con el
estampado en blanco de un cocodrilo del Ganges, con la que ha dormido las últimas
nueve noches. Ahora mismo, mientras lo miras durmiendo despatarrado sobre la
cama que ya le queda chica, adviertes que sus piernas, esas mismas piernas que,
cuando bebé, eran cortas extremidades rollizas, infladas, rosáceas y regordetas
son, de pronto, largas piernas huesudas que, en sectores, muestran una
granulosidad plena de canutos similar a la de la piel de los pollos congelados.
Y en otras zonas unos enormes, largos y negros pelos simiescos que confieren a
tu hijo una apariencia silvestre. Su piel, por otra parte, en estos momentos,
ya no es más la tersa y suave que tanto te gustaba tocar cuando no tenía más de
9 años. Tu hijo está viviendo una explosión hormonal, sus glándulas sebáceas se
han declarado en estado de alerta máxima, y revientan, especialmente sobre la
superficie de su rostro, centenares de nuevos granos amarillentos, cerúleos y
purulentos. ¿Qué hay, incluso, sobre sus labios amoratados? Detectas una
sombra. Pero no es, precisamente, la sombra de su sonrisa, como bien lo
poetizaba la canción aquélla. Es un bozo, una pelusa de bigote, una suerte de
suciedad grisácea que brinda a su labio superior un ribete desprolijo, como si
no se hubiese limpiado la base de la nariz luego de comer cenizas. Pero mucho
te equivocarías si tan sólo te detuvieras en eso, en la observación de los
cambios físicos, notorios y evidentes. Si sólo te quedaras en precisar que su
cabello opaco se enreda en grumos intrincados, sus rodillas tienen la dimensión
de dos tazas de café y su aliento huele a comadreja. Ocurre algo más, algo más
profundo y complicado aparte del replanteo de diseño y decoración personal de
tu hijo. Ocurre algo más y es esto: tu hijo está cambiando como persona, como
ser humano. Como las serpientes, está mudando de piel y de personalidad. Hay
veces ?muchas, debes confesarlo? en que le hablas y no te oye. Parece
escucharte, pero no registra en lo más mínimo lo que le has dicho. O masculla,
simplemente: ?Sí, sí, está bien. Está bien?, como se les dice a los locos, sólo
para conformarlos. O, cuando le reprochas algo, responde con frases de un
cinismo notable tales como ?Mala suerte? o ?Qué pena?, como aseverando que tus
desvelos por corregirlo serán vanos, morirán, infructuosos, aplastados por los
ya escritos designios del destino. O sólo contesta con un desafiante e
insolente? ¿Y...?? Cuando su madre le recuerda que no ha ido este mes a visitar
a sus tíos. Y hay otro llamado de atención, te recuerdo, muy claro y
estremecedor, convengamos: en ocasiones te mira como para matarte. Aquellos
ojos de ardilla que se abrían encantadores cuando tú le mostrabas el libro con
la historia de los dos ositos, ahora se clavan en los tuyos y tú adviertes,
lisa y llanamente, que tras sus pupilas titila un brillo asesino, el mismo que
alumbrara la locura homicida de Charles Manson.
Tú te has atrevido a entrar en su
habitación luego de golpear un par de veces, desde luego. Le has recordado que
debe ir a limpiar el baño que quedó hecho un lodazal luego de que él, por fin,
accediera a darse la ducha semanal, y has interrumpido su videojuego en la
computadora. Te dijo, rumiante, que ya iría a secar el baño, pero tú,
imprudente, has insistido. Es entonces cuando él te mira tal como lo
describíamos. Te mira y te dice, con una voz donde relampaguea una inflexión
filosa y acerada, separando notoriamente cada sílaba:
?Te-dije-que-ya-iba-a-ir?. Y serpentea por sus palabras una apenas velada
amenaza de homicidio. ¡Es él, tu hijo, el mismo niño que para las Navidades
cantaba junto a ti villancicos con voz dulce y graciosa! Algo se está
solidificando dentro del magma espiritual de tu muchacho. Algo, dentro de esa
corriente de agua pura y cristalina que era tu pequeño, se está congelando,
está creando sus propios ángulos y sus propias aristas. Has palpado algo duro
allí dentro, por cierto. ¿Dónde ha quedado aquella personita minúscula,
genuinamente inocente, que se creía la historia del ratoncito que deposita
dinero a cambio de un diente caído? Tú mismo empezaste a cambiarla cuando le
enseñaste a negociar, te informo. Les has vendido espejitos a los indios, mi
amigo. Les has mostrado el poder del canje, les has cambiado pieles de zorro
por aguardiente. Ahora saben que tú debes darles algo cuando les pidas alguna
cosa. Tu propia esposa inició a tu hijo en eso cuando le prometía dejarlo ver
el programa de televisión con los Muppets si él era tan bueno de comer la
primera cucharada de la repugnante papilla. Tú mismo lo acostumbraste a la
extorsión cuando negociaste no llevarlo sobre tus hombros en el paseo por el
shopping vecino a cambio de comprarle un chupetín con forma de rinoceronte.
Ahora le pides gentilmente que apague la luz de su pieza cuando no la usa y te
exige diez dólares, le ruegas que no deje tiradas sus ropas por el suelo y
pretende un compact de los Screaming Headless Torsos, le indicas que no apoye
los codos sobre la mesa y ruge que necesita una moto japonesa. No te
sorprendas, mi amigo. La explicación es muy simple: él está cada vez más
parecido a ti mismo, es ya un delincuente como todos nosotros, es uno más de la
banda, lo estamos integrando jubilosamente en el clan. Y hay otro detalle: ya
no puedes pegarle. Ese coscorrón sonoro sobre el remolino de pelo que tiene en
la cabeza, ese manotazo plano sobre sus asentaderas cuando hacía algo malo, ese
zamarreo espasmódico tomándolo de un hombro cuando berreaba como un demonio, ya
no es atinado. Ahora, te diría que lo pienses muy bien antes de hacerlo. Ayer
mismo le levantaste una mano y te miró fijamente, como calculando la
resistencia de tus huesos, la oposición que presentaría la piel de tu cuello a
la punta doble y metálica de una tijera. Lo miras ahora, mientras duerme,
cuando parece recuperar algo de ese toque angelical que poseía en el colegio
primario, y ves que su espalda tiene casi el mismo ancho que su almohada, y que
los músculos jóvenes de los brazos son protuberancias tensas, como si tuviese
sogas que le corrieran bajo la piel. Lo comprobaste, además, no hace mucho,
cuando le asestaste un festivo empujón sobre una tetilla, a modo de chanza, y
tu mano chocó contra una superficie que tenía la granítica dureza del cemento,
una dureza que en tu propio cuerpo de padre sólo podría encontrarse en la
hebilla de tu cinturón. Podría matarte con una sola de sus manos, en suma.
Perdiste tu oportunidad de pegarle cuando estabas a tiempo. Ahora ya es tarde.
Pero no te inquietes, tu hijo está en una etapa de cambios. Su personalidad se
retuerce como una culebra caída en el fuego. Varía día tras día, se transforma,
muta. Hoy verás a tu hijo silencioso y reconcentrado, como preocupado por un
futuro que se le antoja amenazante. Mañana lo verás conversador y tumultuoso,
atacado por un hambre feroz que lo llevará a comer cuatro filetes de cerdo
acompañados con huevos fritos. Ayer lo habías contemplado esquivo y distante,
abocado a leer poemas de Verlaine y de Rimbaud. Su alma es una suerte de
masilla blanduzca, que se modifica y amolda a las presiones que recibe. Aparece
un día diciendo que quiere ser jugador de basquet, y no se saca durante 24
horas esa ridícula gorra de los Dodgers. Al día siguiente opina que su destino
está en la Bolsa de Valores y se empecina en lucir un saco oscuro con corbata
al tono sobre los pantalones vaqueros. Mañana por la mañana sostendrá que desea
sacar la visa para irse a vivir a Rusia y criar allí conejos de angora. Por la
tarde confesará que está enamorado y habrá de casarse al poco tiempo. Su
perfil, su forma de ser, fluye, se eleva y se distorsiona como esas voluptuosas
volutas aceitosas que giran dentro de los cilindros iluminados que suelen
ponerse como adorno en las casas de decoración, llenos de un líquido ámbar y
moroso.
Pero pronto, mucho antes de lo que tú
te imaginas, aparecerá el modelo terminado. La naturaleza habrá completado su
diseño. Se habrá confirmado la curva de su mandíbula, encontrará su diámetro la
extensión de la cintura y las excrecencias de la piel se harán más y más
infrecuentes en las inmediaciones de la nariz y la boca. Hasta la voz ya no le
patinará tanto en algunos tonos, adquiriendo un matiz más parejo y previsible.
Pero lo más importante: podrá advertirse una estructura firme, un andamiaje que
sostenga a una personalidad definitiva y consolidada. Y entonces, mi querido
amigo, padre y custodio de un adolescente, cuanto tu hijo haya adquirido ya una
personalidad concreta, sólida, palpable, buena o mala pero propia, definida,
conocerá a una mujer. Conocerá a una mujer y esa mujer intentará cambiarlo.