EL PRINCIPITO
A. De Saint - Exupéry
A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por
haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona
mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor
es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera
excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío.
Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo
dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los
mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO
I
Cuando yo tenía seis años
vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias
vividas", una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se
tragaba a una fiera.
En el libro se afirmaba:
"La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede
moverse y duerme durante los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese
momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz
de colores mi primer dibujo. Mi dibujo número 1 era de esta manera:
Enseñé mi obra de arte a
las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.
—¿por qué habría de asustar
un sombrero?— me respondieron.
Mi dibujo no representaba
un sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé
entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores
pudieran comprender.
Siempre estas personas
tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo número 2 era así:
Las personas mayores me
aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o
cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la
gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera
de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos número 1 y
número 2. Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es
muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro
oficio y aprendía pilotear aviones. He volado un poco por todo el mundo y la
geografía, en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía
distinguir perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si
se pierde uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he
tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas
mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi
opinión sobre ellas.
Cuando me he encontrado con
alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi
dibujo número 1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era
un ser comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un
sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva
virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del
golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de
conocer a un hombre tan razonable.
II
Viví así, solo, nadie con
quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve una avería
en el desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba
conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una
reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas
tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí
sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.
Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano.
Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña
vocecita que decía:
— ¡Por favor... píntame un
cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto
como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un
extraordinario muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato
que más tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos
encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa.
Las personas mayores me
desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido
a dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, aquella
aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba
a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el
muchachito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed
o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el
desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.
Cuando logré, por fin,
articular palabra, le dije:
— Pero… ¿qué haces tú por
aquí?
Y él respondió entonces,
suavemente, como algo muy importante:
—¡Por favor… píntame un
cordero!
Cuando el misterio es
demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me
pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de
muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente. Recordé que
yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le
dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
—¡No importa —me
respondió—, píntame un cordero!
Como nunca había dibujado
un cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de
realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir
al hombrecito:
— ¡No, no! Yo no quiero un
elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa
mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un
cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró
atentamente y dijo:
—¡No! Este está ya muy
enfermo. Haz otro. Volví a dibujar.
Mi amigo sonrió dulcemente,
con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un
cordero, es un carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi
dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.
—Este es demasiado viejo.
Quiero un cordero que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y
deseoso de comenzar a desmontar el motor, garrapateé rápidamente este dibujo,
se lo enseñé, y le agregué:
—Esta es la caja. El
cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven
juez se iluminó:
—¡Así es como yo lo quería!
¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero?
—¿Por qué?
—Porque en mi tierra es
todo tan pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo
y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño…!
Está dormido…
Y así fue como conocí al
principito.
III
Me costó mucho tiempo
comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás
parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco
me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré
mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no
es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al
decirle que volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del
cielo? —Sí —le dije modestamente. —¡Ah, qué curioso!
Y el principito lanzó una
graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en
serio. Y añadió:
—Entonces ¿tú también
vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el
misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro
planeta?
Pero no me respondió; movía
lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de
eso, no puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño
durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la
contemplación de su tesoro. Imagínense cómo me intrigó esta semiconfidencia
sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo más:
—¿De dónde vienes,
muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi
cordero?
Después de meditar silenciosamente
me respondió:
—Lo bueno de la caja que me
has dado es que por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si eres bueno te
daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció
chocar al principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más
rara! —Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva
carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya?
—No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito
señaló con gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña
mi tierra!
Y agregó, quizás, con un
poco de melancolía:
—Derecho, camino adelante…
no se puede ir muy lejos.
IV
De esta manera supe una
segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una
casa.
Esto no podía asombrarme
mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra,
Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros
centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con
la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le
da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones
para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B612.
Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un
astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una
gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de
Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas
mayores son así.
Felizmente para la
reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena
de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta
de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo
aceptó su demostración.
Si les he contado de todos
estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es
por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras.
Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del
mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos
prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan:
"¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su
padre?"
Solamente con estos
detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto
una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en
el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso
decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman
entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les
decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito
encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se
existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que
somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el
principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se
preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor.
Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos
comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría
gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me
habría gustado decir:
"Era una vez un
principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad
de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido
más real. Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta
pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su
cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es
muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar
a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para
evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi
edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra
tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años!
Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no
estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno.
En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es
demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su
traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es
posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero
habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones.
Me creía semejante a sí
mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es
posible que yo sea un poco como las personas mayores.
He debido envejecer.
V
Cada día yo aprendía algo
nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente
al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día, del
drama de los baobabs.
Fue también gracias al
cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el principito me
preguntó:
—¿Es verdad que los
corderos se comen los arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era
tan importante para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el
principito añadió:
—Entonces se comen también
los Baobabs.
Le hice comprender al
principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias
y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no
lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de
elefantes hizo reír al principito.
—Habría que poner los
elefantes unos sobre otros…
Y luego añadió
juiciosamente:
—Los baobabs, antes de
crecer, son muy pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué
quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno!
¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo
de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta
del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas
malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las
semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el
secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de
despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente,
una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de
rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala
hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido
reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles… como las
semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab
no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre
todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado
pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de
disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina
de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que
dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los
rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy
fastidioso pero muy fácil".
Y un día me aconsejó que me
dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la
tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles
mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se
ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe.
Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres
arbustos…"
Siguiendo las indicaciones
del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista,
el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr
quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer
una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo
con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde
hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en
realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy
posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan
grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado
de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado
por un sentimiento de urgencia.
VI
¡Ah, principito, cómo he
ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única
distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe
al cuarto día, cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las
puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…
—Tendremos que esperar…
—¿Esperar qué?
—Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido
primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
—Siempre me creo que estoy
en mi tierra.
En efecto, como todo el
mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo
el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir
a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En
cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos
para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
—¡Un día vi ponerse el sol
cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde
añadiste:
—¿Sabes? Cuando uno está
verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
—El día que la viste
cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no
respondió.
VII
Al quinto día y también en
relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del
principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un
problema largamente meditado en silencio:
—Si un cordero se come los
arbustos, se comerá también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo
que encuentra.
—¿Y también las flores que
tienen espinas?
—Sí; también las flores que
tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le
sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía.
Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del
motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se
estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para qué sirven las
espinas?
El principito no permitía
nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado por
la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me
ocurrió:
—Las espinas no sirven para
nada; son pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio,
me dijo con una especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores
son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus
espinas…
No le respondí nada; en
aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me resiste un
poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió
de nuevo mis pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…?
—¡No, no creo nada! Te he
respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas
serias.
Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo
en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy
feo.
—¡Hablas como las personas
mayores!
Me avergonzó un poco. Pero
él, implacable, añadió:
—¡Lo confundes todo…todo lo
mezclas…!
Estaba verdaderamente
irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
—Conozco un planeta donde
vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una
estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que
sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre
serio, yo soy un hombre serio!"… Al parecer esto le llena de orgullo. Pero
eso no es un hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué?
—Un hongo.
El principito estaba pálido
de cólera.
—Hace millones de años que
las flores tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a
pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar
por qué las flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven
para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No
es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si
yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en
mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse
cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y
después continuó:
—Si alguien ama a una flor
de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta
que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí,
en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de
pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló
bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo
había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno,
la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra,
un principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole:
"la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal para tu
cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo
consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es
tan misterioso el país de las lágrimas!
VIII
Aprendí bien pronto a
conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores
muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y
a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se
extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién
sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día
aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie
de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El
principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le
convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la
flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.
Elegía con cuidado sus
colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería
salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su
belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba
días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró
espléndida.
La flor, que había
trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas
acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo
contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió
dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó
exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora
de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un poco en
mí...
Y el principito, muy
confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua
fresca.
Y así, ella lo había
atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de
sus cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los
tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi
planeta —observó el principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo no soy una hierba
—respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero
tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las
corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta
flor es demasiado complicada…"
—Por la noche me cubrirás
con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de
donde yo vengo…
La flor se interrumpió;
había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos.
Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua,
tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como
no dejabas de hablarme… Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
De esta manera el
principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella.
Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle
caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las flores,
basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía
gozar con eso…
Aquella historia de garra y
tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe comprender nada
entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba
e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que
ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era
demasiado joven para saber amarla".
IX
Creo que el principito
aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La
mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus
volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para
calentar el desayuno todas las mañanas.
Tenía, además, un volcán
extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca
se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden
sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el
fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay
posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños.
Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó
también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no
iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente
dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo
del fanal, sintió ganas de llorar.
—Adiós —le dijo a la flor.
Esta no respondió.
—Adiós —repitió el
principito.
La flor tosió, pero no
porque estuviera resfriada.
—He sido una tonta —le dijo
al fin la flor—. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la
ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo
esta tranquila mansedumbre.
—Sí, yo te quiero —le dijo
la flor—, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia.
Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez
ese fanal; ya no lo quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada
como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...
—Será necesario que soporte
dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas.
Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras,
no las temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente
sus cuatro espinas. Luego añadió:
—Y no prolongues más tu
despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la
viese llorar: era tan orgullosa...
X
Se encontraba en la región
de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e
instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado
por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono
muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al
divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó: "¿Cómo
es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes
el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea
mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien.
El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente
por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba
cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite
bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohíbo.
—No he podido evitarlo
—respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he
dormido...
—Entonces —le dijo el rey—
te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí
algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no
tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el
rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y
parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese
respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre
órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—,
si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no
me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó
tímidamente el principito.
—Te ordeno sentarte —le
respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba
sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría
reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme
si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes
—se apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué
ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el
rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto
sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a
preguntar el principito.
—Sobre todo eso. . .
—respondió el rey.
No era sólo un monarca
absoluto, era, además, un monarca universal.
—¿Y las estrellas le
obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el
rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó
maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese
podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a
cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar
su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta
abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta
de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un
general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia,
o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida
¿de quién sería la culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted
—le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que
pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se
apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el
pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis
órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de
sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la
había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol.
La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las
condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió
el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será
hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó.
Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer
aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el
rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago
ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie
a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el
rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa.
Y como no hay sitio para una carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto.
. . —dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del
planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le
respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo,
que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un
verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí
mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el
rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la
noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en
cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para
conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar
a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que
habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca,
dijo:
—Si Vuestra Majestad
deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable.
Podría ordenarme, por
ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera
nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador!
—se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores
son muy extrañas", se decía el principito para sí mismo durante el viaje.
XI
El segundo planeta estaba
habitado por un vanidoso:
—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador
viene a visitarme! —Gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos
los demás hombres son admiradores.
—¡Buenos días! —dijo el
principito—. ¡Qué sombrero tan raro tiene!
—Es para saludar a los que
me aclaman —respondió el vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa nadie por aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó sin
comprender el principito.
—Golpea tus manos una
contra otra —le aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el
vanidoso le saludó modestamente levantando el sombrero.
"Esto parece más
divertido que la visita al rey", se dijo para sí el principito, que
continuó aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a saludarle quitándose el
sombrero.
A los cinco minutos el
principito se cansó con la monotonía de aquel juego.
—¿Qué hay que hacer para
que el sombrero se caiga? —preguntó el principito.
Pero el vanidoso no le oyó.
Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.
—¿Tú me admiras mucho,
verdad? —preguntó el vanidoso al principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa
reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más
inteligente del planeta.
—¡Si tú estás solo en tu
planeta!
—¡Hazme ese favor, admírame
de todas maneras!
—¡Bueno! Te admiro —dijo el
principito encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las
personas mayores son muy extrañas", se decía para sí el principito durante
su viaje.
XII
El tercer planeta estaba
habitado por un bebedor. Fue una visita muy corta, pues hundió al principito en
una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó
al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías
y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el
bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a
preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué?
—inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento
vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se
informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber!
—concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.
Y el principito, perplejo,
se marchó.
"No hay la menor duda
de que las personas mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para sí
el principito durante su viaje.
XIII
El cuarto planeta estaba
ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan abstraído que ni
siquiera levantó la cabeza a la llegada del principito.
—¡Buenos días! —le dijo
éste—. Su cigarro se ha apagado.
—Tres y dos cinco. Cinco y
siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós.
Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres
treinta y uno. ¡Uf!
Esto suma quinientos un
millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
—¿Quinientos millones de
qué?
—¿Eh? ¿Estás ahí todavía?
Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre
serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...
—¿Quinientos millones de
qué? —volvió a preguntar el principito, que nunca en su vida había renunciado a
una pregunta una vez que la había formulado.
El hombre de negocios
levantó la cabeza:
—Desde hace cincuenta y
cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La
primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios
sabe dónde.
Hacía un ruido insoportable
y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de
reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo
de callejear.
Soy un hombre serio. Y la
tercera vez... ¡la tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones de qué?
El hombre de negocios
comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.
—Millones de esas pequeñas
cosas que algunas veces se ven en el cielo.
—¿Moscas?
—¡No, cositas que brillan!
—¿Abejas?
—No. Unas cositas doradas
que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo
de desvariar!
—¡Ah! ¿Estrellas?
—Eso es. Estrellas.
—¿Y qué haces tú con
quinientos millones de estrellas?
—Quinientos un millones
seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y
exacto.
—¿Y qué haces con esas
estrellas? —¿Que qué hago con ellas?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Que las estrellas son
tuyas?
—Sí.
—Yo he visto un rey que...
—Los reyes no poseen
nada... Reinan. Es muy diferente.
—¿Y de qué te sirve poseer
las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y de qué te sirve ser
rico?
—Me sirve para comprar más
estrellas si alguien las descubre.
"Este, se dijo a sí
mismo el principito, razona poco más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió
preguntando:
—¿Y cómo es posible poseer
estrellas?
—¿De quién son las
estrellas? —contestó punzante el hombre de negocios.
—No sé. . . De nadie.
—Entonces son mías, puesto
que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.
—¿Y eso basta?
—Naturalmente. Si te
encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras
una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener
una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas
son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.
—Eso es verdad —dijo el
principito— ¿y qué haces con ellas?
—Las administro. Las cuento
y las recuento una y otra vez —contestó el hombre de negocios—.
Es algo difícil. ¡Pero yo
soy un hombre serio!
El principito no quedó del
todo satisfecho.
—Si yo tengo una bufanda,
puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo
cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!
—Pero puedo colocarlas en
un banco.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que escribo
en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón
ese papel.
—¿Y eso es todo?
—¡Es suficiente!
"Es divertido",
pensó el principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy
serio".
El principito tenía sobre
las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una
flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino
todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe
lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo
las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas...
El hombre de negocios abrió
la boca, pero no encontró respuesta.
El principito abandonó
aquel planeta.
"Las personas mayores,
decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez durante
el viaje.
XIV
El quinto planeta era muy
curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en él un farol y el
farolero que lo habitaba. El principito no lograba explicarse para qué
servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y sin población un farol y
un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás,
es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de
negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su
farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo
apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por
ser bonita es verdaderamente útil".
Cuando llegó al planeta
saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué
acabas de apagar tu farol?
—Es la consigna —respondió
el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas
noches! Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de
volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el
principito.
—No hay nada que comprender
—dijo el farolero—. La consigna es la consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente
con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo
terrible. En otros tiempos era razonable; apagaba el farol por la mañana y lo encendía
por la tarde. Tenía el resto del día para reposar y el resto de la noche para
dormir.
—¿Y luego cambiaron la
consigna?
—Ese es el drama, que la
consigna no ha cambiado —dijo el farolero—. El planeta gira cada vez más de
prisa de año en año y la consigna sigue siendo la misma.
—¿Y entonces? —dijo el
principito.
—Como el planeta da ahora
una vuelta completa cada minuto, yo no tengo un segundo de reposo. Enciendo y
apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días
sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de
divertido —dijo el farolero—. Hace ya un mes que tú y yo estamos hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos.
¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y volvió a encender su
farol.
El principito lo miró y le
gustó este farolero que tan fielmente cumplía la consigna. Recordó las puestas
de sol que en otro tiempo iba a buscar arrastrando su silla. Quiso ayudarle a
su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un
medio para que descanses cuando quieras...
—Yo quiero descansar
siempre —dijo el farolero.
Se puede ser a la vez fiel
y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño
que puedes darle la vuelta en tres zancadas. No tienes que hacer más que caminar
muy lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras descansar,
caminarás... y el día durará tanto tiempo cuanto quieras.
—Con eso no adelanto gran
cosa —dijo el farolero—, lo que a mí me gusta en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el
principito.
—No, no es una suerte
—replicó el farolero—. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito
proseguía su viaje, se iba diciendo para sí: "Este sería despreciado por
los otros, por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios.
Y, sin embargo, es el único que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa
de otra cosa y no de sí mismo. Lanzó un suspiro de pena y continuó diciéndose:
"Es el único de quien
pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no hay lugar
para dos..."
Lo que el principito no se
atrevía a confesarse, era que la causa por la cual lamentaba no quedarse en
este bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol
que podría disfrutar cada veinticuatro horas.
XV
El sexto planeta era diez
veces más grande. Estaba habitado por un anciano que escribía grandes libros.
—¡Anda, un explorador!
—exclamó cuando divisó al principito.
Este se sentó sobre la mesa
y reposó un poco. ¡Había viajado ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le
preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan
grande? —preguntó a su vez el principito—. ¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el
anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe dónde
están los mares, los ríos, las ciudades, las montañas y los desiertos.
—Eso es muy interesante
—dijo el principito—. ¡Y es un verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su
alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca había visto un planeta tan majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta.
¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el
geógrafo.
—¡Ah! (El principito se
sintió decepcionado). ¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió
el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y
desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el
geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo exploradores que me informen. El
geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las
montañas, los océanos y los desiertos; es demasiado importante para deambular
por ahí. Se queda en su despacho y allí recibe a los exploradores. Les
interroga y toma nota de sus informes. Si los informes de alguno de ellos le
parecen interesantes, manda hacer una investigación sobre la moralidad del
explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera
sería una catástrofe para los libros de geografía. Y también lo sería un
explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el
principito.
—Porque los borrachos ven
doble y el geógrafo pondría dos montañas donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el
principito—, que sería un mal explorador.
—Es posible. Cuando se está
convencido de que la moralidad del explorador es buena, se hace una
investigación sobre su descubrimiento.
—¿ Se va a ver?
—No, eso sería demasiado
complicado. Se exige al explorador que suministre pruebas. Por ejemplo, si se
trata del descubrimiento de una gran montaña, se le pide que traiga grandes
piedras.
Súbitamente el geógrafo se
sintió emocionado:
—Pero... ¡tú vienes de muy
lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su
registro afiló su lápiz. Los relatos de los exploradores se escriben primero
con lápiz. Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a
tinta.
—¿Y bien? —interrogó el
geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el
principito— no es interesante, todo es muy pequeño. Tengo tres volcanes, dos en
actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe...
—No, nunca se sabe —dijo el
geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos
nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más
bonito!
—Porque las flores son
efímeras.
—¿Qué significa
"efímera"?
—Las geografías —dijo el
geógrafo— son los libros más preciados e interesantes; nunca pasan de moda. Es
muy raro que una montaña cambie de sitio o que un océano quede sin agua. Los
geógrafos escribimos sobre cosas eternas.
—Pero los volcanes
extinguidos pueden despertarse —interrumpió el principito—. ¿Qué significa "efímera"?
—Que los volcanes estén o
no en actividad es igual para nosotros. Lo interesante es la montaña que nunca
cambia.
—Pero, ¿qué significa
"efímera"? —repitió el principito que en su vida había renunciado a
una pregunta una vez formulada.
—Significa que está
amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de
desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera
—se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra
el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!". Por primera vez se
arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que
visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el
geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y el principito partió
pensando en su flor.
XVI
El séptimo planeta fue, por
consiguiente, la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta
cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los
reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete
millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es
decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Para darles una idea de las
dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad
había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero
ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían
un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como
los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva
Zelandia y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después
tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se
perdían entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India,
después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América
del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena. Era
grandioso.
Solamente el farolero del
único farol del polo norte y su colega del único farol del polo sur, llevaban
una vida de ociosidad y descanso. No trabajaban más que dos veces al año.
XVII
Cuando se quiere ser
ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto al hablar de
los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los
que no lo conocen.
Los hombres ocupan muy poco
lugar sobre la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se
pusieran de pie y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en
una plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad podría
amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las personas mayores no les
creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen
importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará
ya que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo
inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que
llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía miedo de haberse
equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió en la
arena.
—¡Buenas noches! —dijo el
principito.
—¡Buenas noches! —dijo la
serpiente.
—¿Sobre qué planeta he
caído? —preguntó el principito.
—Sobre la Tierra, en África
—respondió la serpiente.
—¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre
la Tierra?
—Esto es el desierto. En
los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy grande —dijo la serpiente.
El principito se sentó en
una piedra y elevó los ojos al cielo.
—Yo me pregunto —dijo— si
las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la
suya. Mira mi planeta; está precisamente encima de nosotros... Pero... ¡qué
lejos está!
—Es muy bella —dijo la
serpiente—. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?
—Tengo problemas con una
flor —dijo el principito.
—¡Ah!
Y se callaron.
—¿Dónde están los hombres?
—prosiguió por fin el principito. Se está un poco solo en el desierto...
—También se está solo donde
los hombres —afirmó la serpiente.
El principito la miró largo
rato y le dijo: —Eres un bicho raro, delgado como un dedo...
—Pero soy más poderoso que
el dedo de un rey —le interrumpió la serpiente.
El principito sonrió:
—No me pareces muy
poderoso... ni siquiera tienes patas... ni tan siquiera puedes viajar...
—Puedo llevarte más lejos
que un navío —dijo la serpiente.
Se enroscó alrededor del
tobillo del principito como un brazalete de oro.
—Al que yo toco, le hago
volver a la tierra de donde salió. Pero tú eres puro y vienes de una estrella...
El principito no respondió.
—Me das lástima, tan débil
sobre esta tierra de granito. Si algún día echas mucho de menos tu planeta,
puedo ayudarte. Puedo...
—¡Oh! —dijo el principito—.
Te he comprendido. Pero ¿por qué hablas con enigmas?
—Yo los resuelvo todos
—dijo la serpiente.
Y se callaron.
XVIII
El principito atravesó el
desierto en el que sólo encontró una flor de tres pétalos, una flor de nada.
—¡Buenos días! —dijo el
principito.
—¡Buenos días! —dijo la
flor.
—¿Dónde están los hombres?
—preguntó cortésmente el principito.
La flor, un día, había
visto pasar una caravana.
—¿Los hombres? No existen
más que seis o siete, me parece. Los he visto hace ya años y nunca se sabe
dónde encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces. Esto les
molesta.
—Adiós —dijo el principito.
—Adiós —dijo la flor.
XIX
El principito escaló hasta
la cima de una alta montaña. Las únicas montañas que él había conocido eran los
tres volcanes que le llegaban a la rodilla. El volcán extinguido lo utilizaba
como taburete. "Desde una montaña tan alta como ésta, se había dicho,
podré ver todo el planeta y a todos los hombres..." Pero no alcanzó a ver
más que algunas puntas de rocas.
—¡Buenos días! —exclamó el
principito al acaso.
—¡Buenos días! ¡Buenos
días! ¡Buenos días! —respondió el eco.
—¿Quién eres tú? —preguntó
el principito.
—¿Quién eres tú?... ¿Quién
eres tú?... ¿Quién eres tú?... —contestó el eco.
—Sed mis amigos, estoy solo
—dijo el principito.
—Estoy solo... estoy
solo... estoy solo... —repitió el eco.
"¡Qué planeta más
raro! —pensó entonces el principito—, es seco, puntiagudo y salado. Y los hombres
carecen de imaginación; no hacen más que repetir lo que se les dice... En mi
tierra tenía una flor: hablaba siempre la primera... "
XX
Pero sucedió que el
principito, habiendo atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente un
camino. Y los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.
—¡Buenos días! —dijo.
Era un jardín cuajado de
rosas.
—¡Buenos días! —dijeran las
rosas.
El principito las miró.
¡Todas se parecían tanto a su flor!
—¿Quiénes son ustedes? —les
preguntó estupefacto.
—Somos las rosas
—respondieron éstas.
—¡Ah! —exclamó el
principito.
Y se sintió muy
desgraciado. Su flor le había dicho que era la única de su especie en todo el universo.
¡Y ahora tenía ante sus ojos más de cinco mil todas semejantes, en un solo
jardín!
Si ella viese todo esto, se
decía el principito, se sentiría vejada, tosería muchísimo y simularía morir
para escapar al ridículo. Y yo tendría que fingirle cuidados, pues sería capaz
de dejarse morir verdaderamente para humillarme a mí también... "
Y luego continuó
diciéndose: "Me creía rico con una flor única y resulta que no tengo más
que una rosa ordinaria. Eso y mis tres volcanes que apenas me llegan a la
rodilla y uno de los cuales acaso esté extinguido para siempre. Realmente no
soy un gran príncipe... "Y echándose sobre la hierba, el principito lloró.
XXI
Entonces apareció el zorro:
—¡Buenos días! —dijo el
zorro.
—¡Buenos días! —respondió
cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.
—Estoy aquí, bajo el
manzano —dijo la voz.
—¿Quién eres tú? —preguntó
el principito—. ¡Qué bonito eres!
—Soy un zorro —dijo el
zorro.
—Ven a jugar conmigo —le
propuso el principito—, ¡estoy tan triste!
—No puedo jugar contigo
—dijo el zorro—, no estoy domesticado.
—¡Ah, perdón! —dijo el
principito.
Pero después de una breve
reflexión, añadió:
—¿Qué significa
"domesticar"?
—Tú no eres de aquí —dijo
el zorro— ¿qué buscas?
—Busco a los hombres —le respondió
el principito—. ¿Qué significa "domesticar"?
—Los hombres —dijo el
zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas.
Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
—No —dijo el principito—.
Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? —volvió a preguntar el principito.
—Es una cosa ya olvidada
—dijo el zorro—, significa "crear vínculos... "
—¿Crear vínculos?
—Efectivamente, verás —dijo
el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien
mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y
no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si
tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para
mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
—Comienzo a comprender
—dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...
—Es posible —concedió el
zorro—, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
—¡Oh, no es en la Tierra!
—exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
—¿En otro planeta?
—Sí.
—¿Hay cazadores en ese
planeta?
—No.
—¡Qué interesante! ¿Y
gallinas?
—No.
—Nada es perfecto —suspiró
el zorro.
Y después volviendo a su
idea:
—Mi vida es muy monótona.
Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y
todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me
domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos
diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra;
los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira!
¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es
para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone
triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me
domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré
el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un
buen rato al principito:
—Por favor... domestícame
—le dijo.
—Bien quisiera —le
respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer
muchas cosas.
—Sólo se conocen bien las
cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de
conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde
vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo,
domestícame!
—¿Qué debo hacer? —preguntó
el principito.
—Debes tener mucha
paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí,
así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El
lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco
más cerca...
El principito volvió al día
siguiente.
—Hubiera sido mejor —dijo
el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de
la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora,
más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré
así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré
cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito? —inquirió
el principito.
—Es también algo demasiado
olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y
que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un
rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son
días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores
no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría
vacaciones.
De esta manera el
principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:
—¡Ah! —dijo el zorro—,
lloraré.
—Tuya es la culpa —le dijo
el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique...
—Ciertamente —dijo el
zorro.
—¡Y vas a llorar!, —dijo él
principito.
—¡Seguro!
—No ganas nada.
—Gano —dijo el zorro— he
ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
—Vete a ver las rosas;
comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te
regalaré un secreto.
El principito se fue a ver
las rosas a las que dijo:
—No son nada, ni en nada se
parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie.
Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil
zorros.
Pero yo le hice mi amigo y
ahora es único en el mundo.
Las rosas se sentían
molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
—Son muy bellas, pero están
vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer
indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se
sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a
la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres
que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse
y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. He
aquí mi secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver
bien; lo esencial es invisible para los ojos.
—Lo esencial es invisible
para los ojos —repitió el principito para acordarse.
—Lo que hace más importante
a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
—Es el tiempo que yo he
perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.
—Los hombres han olvidado
esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para
siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
—Yo soy responsable de mi
rosa... —repitió el principito a fin de recordarlo.
XXII
—¡Buenos días! —dijo el
principito.
—¡Buenos días! —respondió
el guardavía.
—¿Qué haces aquí? —le
preguntó el principito.
—Formo con los viajeros paquetes
de mil y despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha, ya a la
izquierda.
Y un tren rápido iluminado,
rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.
—Tienen mucha prisa —dijo
el principito—. ¿Qué buscan?
—Ni siquiera el conductor
de la locomotora lo sabe —dijo el guardavía.
Un segundo rápido iluminado
rugió en sentido inverso.
—¿Ya vuelve? —preguntó el
principito.
—No son los mismos
—contestó el guardavía—. Es un cambio.
—¿No se sentían contentos
donde estaban?
—Nunca se siente uno
contento donde está —respondió el guardavía.
Y rugió el trueno de un
tercer rápido iluminado.
—¿Van persiguiendo a los
primeros vi ajeros? —preguntó el principito.
—No persiguen absolutamente
nada —le dijo el guardavía—; duermen o bostezan allí dentro.
Únicamente los niños
aplastan su nariz contra los vidrios.
—Únicamente los niños saben
lo que buscan —dijo el principito. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo
que viene a ser lo más importante para ellos y si se la quitan, lloran...
—¡Qué suerte tienen! —dijo
el guardavía.
XXIII
—¡Buenos días! —dijo el
principito.
—¡Buenos días! —respondió
el comerciante.
Era un comerciante de
píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se
sienten ganas de beber.
—¿Por qué vendes eso? —preguntó
el principito.
—Porque con esto se
economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran
cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos
cincuenta y tres minutos?
—Lo que cada uno quiere...
"
"Si yo dispusiera de
cincuenta y tres minutos —pensó el principito— caminaría suavemente hacia una
fuente..."
XXIV
Era el octavo día de mi
avería en el desierto y había escuchado la historia del comerciante bebiendo la
última gota de mi provisión de agua.
—¡Ah —le dije al principito—,
son muy bonitos tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no tengo nada
para beber y sería muy feliz si pudiera irme muy tranquilo en busca de una
fuente!
—Mi amigo el zorro..., me
dijo...
—No se trata ahora del
zorro, muchachito...
—¿Por qué?
—Porque nos vamos a morir
de sed...
No comprendió mi
razonamiento y replicó:
—Es bueno haber tenido un
amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo
zorro.
"Es incapaz de medir
el peligro —me dije — Nunca tiene hambre ni sed y un poco de sol le basta..."
El principito me miró y
respondió a mi pensamiento:
—Tengo sed también... vamos
a buscar un pozo. ..
Tuve un gesto de cansancio;
es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto.
Sin embargo, nos pusimos en
marcha.
Después de dos horas de
caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar.
Yo las veía como en sueño,
pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban
en mi mente.
—¿Tienes sed, tú también?
—le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:
—El agua puede ser buena
también para el corazón...
No comprendí sus palabras,
pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.
El principito estaba
cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:
—Las estrellas son
hermosas, por una flor que no se ve...
Respondí
"seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba
bajo la luna.
—El desierto es bello
—añadió el principito.
Era verdad; siempre me ha
gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y
sin embargo, algo resplandece en el silencio...
—Lo que más embellece al
desierto —dijo el principito— es el pozo que oculta en algún sitio...
Me quedé sorprendido al
comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era
niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro
escondido. Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó,
pero parecía toda encantada por ese tesoro.
Mi casa ocultaba un secreto
en el fondo de su corazón...
—Sí —le dije al principito—
ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece
es invisible.
—Me gusta —dijo el
principito— que estés de acuerdo con mi zorro.
Como el principito se
dormía, lo tomé en mis brazos y me puse nuevamente en camino. Me sentía
emocionado llevando aquel frágil tesoro, y me parecía que nada más frágil había
sobre la Tierra.
Miraba a la luz de la luna
aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, los cabellos agitados por el
viento y me decía: "lo que veo es sólo la corteza; lo más importante es
invisible... "
Como sus labios
entreabiertos esbozaron una sonrisa, me dije: "Lo que más me emociona de este
principito dormido es su fidelidad a una flor, es la imagen de la rosa que
resplandece en él como la llama de una lámpara, incluso cuando duerme..." Y
lo sentí más frágil aún. Pensaba que a las lámparas hay que protegerlas: una
racha de viento puede apagarlas...
Continué caminando y al
rayar el alba descubrí el pozo.
XXV
—Los hombres —dijo el
principito— se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren.
. . Entonces se agitan y dan vueltas...
Y añadió:
—¡No vale la pena!...
El pozo que habíamos
encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos pozos son
simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros
parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y me parecía
estar soñando.
—¡Es extraño! —le dije al
principito—. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda...
Se rió y tocó la cuerda;
hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el viento
ha dormido mucho.
—¿Oyes? —dijo el
principito—. Hemos despertado al pozo y canta.
No quería que el principito
hiciera el menor esfuerzo y le dije:
—Déjame a mí, es demasiado
pesado para ti.
Lentamente subí el cubo
hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el canto de
la roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.
—Tengo sed de esta agua
—dijo el principito—, dame de beber...
¡Comprendí entonces lo que
él había buscado!
Levanté el balde hasta sus
labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una
fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar
bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era
como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño, las luces del árbol de
Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban
su resplandor a mi regalo de Navidad.
—Los hombres de tu tierra
—dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo
que buscan.
—No lo encuentran nunca —le
respondí. —Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o
en un poco de agua...
—Sin duda, respondí. Y el
principito añadió:
—Pero los ojos son ciegos.
Hay que buscar con el corazón.
Yo había bebido y me
encontraba bien. La arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta sentirme
dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?
—Es necesario que cumplas
tu promesa —dijo dulcemente el principito que nuevamente se había sentado junto
a mí.
—¿Qué promesa?
—Ya sabes... el bozal para
mi cordero... soy responsable de mi flor.
Saqué del bolsillo mis esbozos
de dibujo. El principito los miró y dijo riendo:
—Tus baobabs parecen
repollos...
—¡Oh! ¡Y yo que estaba tan
orgulloso de mis baobabs!
—Tu zorro tiene orejas que
parecen cuernos; son demasiado largas.
Y volvió a reír.
—Eres injusto, muchachito;
yo no sabía dibujar más que boas cerradas y boas abiertas.
—¡Oh, todo se arreglará!
—dijo el principito—. Los niños entienden.
Bosquejé, pues, un bozal y
se lo alargué con el corazón oprimido:
—Tú tienes proyectos que yo
ignoro...
Pero no me respondió.
—¿Sabes? —me dijo—. Mañana
hace un año de mi caída en la Tierra...
Y después de un silencio,
añadió:
—Caí muy cerca de aquí...
El principito se sonrojó y
nuevamente, sin comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.
Sin embargo, se me ocurrió
preguntar:
—Entonces no te encontré
por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos lugares, a mil millas de
distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?
El principito enrojeció
nuevamente.
Y añadí vacilante.
—¿Quizás por el aniversario?
El principito se ruborizó
una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una
respuesta afirmativa.
—¡Ah! —le dije— tengo
miedo.
Pero él me respondió:
—Tú debes trabajar ahora;
vuelve, pues, junto a tu máquina, que yo te espero aquí. Vuelve mañana por la
tarde.
Pero yo no estaba tranquilo
y me acordaba del zorro. Si se deja uno domesticar, se expone a llorar un
poco...
XXVI
Al lado del pozo había una
ruina de un viejo muro de piedras. Cuando volví de mi trabajo al día siguiente
por la tarde, vi desde lejos al principito sentado en lo alto con las piernas
colgando. Lo oí que hablaba.
—¿No te acuerdas? ¡N o es
aquí con exactitud!
Alguien le respondió sin
duda, porque él replicó:
—¡Sí, sí; es el día, pero
no es este el lugar!
Proseguí mi marcha hacia el
muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin embargo, el principito replicó de
nuevo.
—¡Claro! Ya verás dónde
comienza mi huella en la arena. No tienes más que esperarme, que allí estaré yo
esta noche.
Yo estaba a veinte metros y
continuaba sin distinguir nada.
El principito, después de
un silencio, dijo aún:
—¿Tienes un buen veneno?
¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?
Me detuve con el corazón
oprimido, siempre sin comprender.
—¡Ahora vete —dijo el
principito—, quiero volver a bajarme!
Dirigí la mirada hacia el
pie del muro e instintivamente di un brinco. Una serpiente de esas amarillas
que matan a una persona en menos de treinta segundos, se erguía en dirección al
principito.
Echando mano al bolsillo
para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente
se dejó deslizar suavemente por la arena como un surtidor que muere, y, sin
apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero ruido
metálico.
Llegué junto al muro a
tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que estaba blanco como la nieve.
—¿Pero qué historia es
ésta? ¿De charla también con las serpientes?
Le quité su eterna bufanda
de oro, le humedecí las sienes y le di de beber, sin atreverme a hacerle
pregunta alguna. Me miró gravemente rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí
latir su corazón, como el de un pajarillo que muere a tiros de carabina.
—Me alegra —dijo el
principito— que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así podrás volver
a tu tierra...
—¿Cómo lo sabes?
Precisamente venía a
comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había logrado terminar mi trabajo.
No respondió a mi pregunta,
sino que añadió:
—También yo vuelvo hoy a mi
planeta...
Luego, con melancolía:
—Es mucho más lejos... y
más difícil...
Me daba cuenta de que algo
extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito entre mis
brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció que descendía
en picada hacia un abismo sin que fuera posible hacer nada para retenerlo.
Su mirada, seria, estaba
perdida en la lejanía.
—Tengo tu cordero y la caja
para el cordero. Y tengo también el bozal.
Y sonreía melancólicamente.
Esperé un buen rato. Sentía
que volvía a entrar en calor poco a poco:
—Has tenido miedo,
muchachito...
Lo había tenido, sin duda,
pero sonrió con dulzura:
—Esta noche voy a tener más
miedo...
Me quedé de nuevo helado
por un sentimiento de algo irreparable. Comprendí que no podía soportar la idea
de no volver a oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente en el
desierto.
—Muchachito, quiero oír
otra vez tu risa...
Pero él me dijo:
—Esta noche hará un año. Mi
estrella se encontrará precisamente encima del lugar donde caí el año pasado...
—¿No es cierto —le
interrumpí— que toda esta historia de serpientes, de citas y de estrellas es tan
sólo una pesadilla?
Pero el principito no
respondió a mi pregunta y dijo:
—Lo más importante nunca se
ve...
—Indudablemente...
—Es lo mismo que la flor.
Si te gusta una flor que habita en una estrella, es muy dulce mirar al cielo
por la noche. Todas las estrellas han florecido.
—Es indudable...
—Es como el agua. La que me
diste a beber, gracias a la roldana y la cuerda, era como una música ¿te
acuerdas? ¡Qué buena era!
—Sí, cierto...
—Por la noche mirarás las
estrellas; mi casa es demasiado pequeña para que yo pueda señalarte dónde se
encuentra. Así es mejor; mi estrella será para ti una cualquiera de ellas. Te
gustará entonces mirar todas las estrellas. Todas ellas serán tus amigas. Y
además, te haré un regalo...
Y rió una vez más.
—¡Ah, muchachito,
muchachito, cómo me gusta oír tu risa!
—Mi regalo será ése
precisamente, será como el agua...
—¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas
que no son las mismas. Para los que viajan, las estrellas son guías; para otros
sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son problemas. Para
mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas se callan. Tú
tendrás estrellas como nadie ha tenido...
—¿Qué quieres decir?
—Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que en una de aquellas estrellas
estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen. ¡Tú sólo
tendrás estrellas que saben reír!
Y rió nuevamente.
—Cuando te hayas consolado
(siempre se consuela uno) estarás contento de haberme conocido.
Serás mi amigo y tendrás
ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus amigos
quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás:
"Las estrellas me hacen reír siempre". Ellos te creerán loco. Y yo te
habré jugado una mala pasada...
Y se rió otra vez.
—Será como si en vez de
estrellas, te hubiese dado multitud de cascabelitos que saben reír...
Una vez más dejó oír su
risa y luego se puso serio.
—Esta noche ¿sabes? no
vengas...
—No te dejaré.
—Pareceré enfermo... Parecerá
un poco que me muero... es así. ¡No vale la pena que vengas a ver eso...!
—No te dejaré.
Pero estaba preocupado.
—Te digo esto por la
serpiente; no debe morderte. Las serpientes son malas. A veces muerden por
gusto...
—He dicho que no te dejaré.
Pero algo lo tranquilizó.
—Bien es verdad que no
tienen veneno para la segunda mordedura...
Aquella noche no lo vi
ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba con paso rápido y decidido y me
dijo solamente:
—¡Ah, estás ahí!
Me cogió de la mano y
todavía se atormentó:
—Has hecho mal. Tendrás
pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad.
Yo me callaba.
—¿Comprendes? Es demasiado
lejos y no puedo llevar este cuerpo que pesa demasiado.
Seguí callado.
—Será como una corteza
vieja que se abandona. No son nada tristes las viejas cortezas...
Yo me callaba. El
principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un esfuerzo y dijo:
—Será agradable ¿sabes? Yo
miraré también las estrellas. Todas serán pozos con roldana herrumbrosa. Todas
las estrellas me darán de beber.
Yo me callaba.
—¡Será tan divertido! Tú
tendrás quinientos millones de cascabeles y yo quinientos millones de fuentes...
El principito se calló
también; estaba llorando.
—Es allí; déjame ir solo.
Se sentó porque tenía
miedo. Dijo aún:
—¿Sabes?... mi flor... soy
responsable... ¡y ella es tan débil y tan inocente! Sólo tiene cuatro espinas
para defenderse contra todo el mundo...
Me senté, ya no podía
mantenerme en pie.
—Ahí está... eso es todo...
Vaciló todavía un instante,
luego se levantó y dio un paso. Yo no pude moverme.
Un relámpago amarillo
centelleó en su tobillo. Quedó un instante inmóvil, sin exhalar un grito.
Luego cayó lentamente como
cae un árbol, sin hacer el menor ruido a causa de la arena.
XXVII
Ahora hace ya seis años de
esto. Jamás he contado esta historia y los compañeros que me vuelven a ver se
alegran de encontrarme vivo. Estaba triste, pero yo les decía: "Es el
cansancio".
Al correr del tiempo me he
consolado un poco, pero no completamente. Sé que ha vuelto a su planeta, pues
al amanecer no encontré su cuerpo, que no era en realidad tan pesado... Y me
gusta por la noche escuchar a las estrellas, que suenan como quinientos
millones de cascabeles...
Pero sucede algo
extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se me olvidó añadirle la
correa de cuero; no habrá podido atárselo al cordero. Entonces me pregunto:
"¿Qué habrá sucedido
en su planeta? Quizás el cordero se ha comido la flor..."
A veces me digo:
"¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su fanal todas las noches
y vigila a su cordero". Entonces me siento dichoso y todas las estrellas
ríen dulcemente.
Pero otras veces pienso:
"Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha olvidado
poner el fanal o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la noche...".
Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas...
Y ahí está el gran
misterio. Para ustedes que quieren al principito, lo mismo que para mí, nada en
el universo habrá cambiado si en cualquier parte, quién sabe dónde, un cordero
desconocido se ha comido o no se ha comido una rosa...
Pero miren al cielo y
pregúntense: el cordero ¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia...
¡Ninguna persona mayor
comprenderá jamás que esto sea verdaderamente importante!
Este es para mí el paisaje
más hermoso y el más triste del mundo. Es el mismo paisaje de la página
anterior que he dibujado una vez más para que lo vean bien. Fue aquí donde el
principito apareció sobre la Tierra, desapareciendo luego.
Examínenlo atentamente para
que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si
por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un
poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este
niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán
en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha
regresado. ¡No me dejen tan triste!
FIN